domingo, 13 de marzo de 2016

La puerta del Angel

Mis paisanos son alegres, bulliciosos, amantes de la comida y la bebida alrededor de una mesa en la que no pasa el tiempo y se comparte mantel, algarada, plato y tenedor si hace falta.
Es el español en general trabajador, a su manera, con prioridades ilógicas, inventivo y protestón. Solidario hasta ser protagonista de las historias más conmovedoras de ayuda: en los campos de concentración Nazis los catalanes, extremeños, andaluces o asturianos eran una piña sin importar su facción ideológica. En una tragedia son los primeros en correr hacia los trenes a ayudar llevando mantas o haciendo “lo que se pueda” sin pensar en el peligro de nuevas explosiones.
Porque son valientes hasta la inconsciencia, lo suficiente como para meterse meses en un barco hacia selvas inexploradas o con la nieve hasta las rodillas en el frente ruso de nombre impronunciable. Y no quejarse del frío, pero protestar a los superiores por esas filas interminables de judíos (¿a dónde los llevan?) o pegarse con un nazi quien a su vez maltrataba a una mujer y a su hijo.
Mis paisanos son fieles a su código ético recibido en la infancia y adultez. Código ético de chascarrillo y picaresca, de viga en el propio y paja en el ajeno, de chiste de la gracia y la desgracia, de adhesión a los refranes y de facilidad para repetir consignas como si fueran salmos.
El español suele ser fanfarrón y ruidoso en sus demostraciones, hace falta que se le oiga bien fuerte, que se entienda lo que es o lo que deja ser. Demostración en la palabra y en lo externo, que los tribunales de la Limpieza de Sangre les han dejado en la memoria remota cómo comportarse para aclarar que no se es ni judío ni moro. No vaya a ser que el vecino denuncie.
La envidia es uno de sus defectos. La envidia mala, la rancia, la negra, la que descalifica y delata, la que exagera y miente, la que divide, la que no quiere entender ni conocer al envidiado. De aquí nos vinieron muchos males, y nos seguirán viniendo.
Mis paisanos son vehementes, para lo bueno y lo malo, que no considero yo ello un defecto o una virtud en sí. Pero cuando esta vehemencia de palabra y de gestos se adereza con salmos, refranes o consignas, se vuelve el español violento: blanco o negro, conmigo o contra mí, amigo o enemigo, nada le hace razonar y no busca un diálogo intelectual al opinar sobre el aborto, los toros, el fútbol, las fosas de la guerra civil o la política.
Y entonces la vehemencia convertida en violencia verbal se convierte en discurso y, a lo peor, en agresión.
Para mis paisanos que gustan de la mesura, en momentos así les ha quedado el exilio intelectual en forma de presencia silenciosa o bien el exilio físico con la nostalgia añadida de la luz, de los paisanos y de la comida. 
Léase la vida y exilio de don Gregorio Marañón.
Véase la puerta del Angel en Madrid, con sus heridas de guerra.