sábado, 20 de diciembre de 2014

Reflexiones de fin de año

Hace un año:
No tenía mucha ilusión por la misma fiesta familiar navideña de siempre.
Mi cabeza estaba en el viaje a la India. Otro más. Siempre la India en mi vida.
Estaban mis amigos, esos que me acompañan, a veces en la distancia, desde hace muchos años.
Tenía ilusiones y proyectos, ese proyecto existencial de dejar un mundo mejor a los que nos siguen.
Vibraba con una buena foto, o con la cámara en la mano. La imagen como lenguaje.
Tenía dos loros.
Buscaba a Dios.
Era feliz.

Hoy:
Tengo una ilusión tremenda por estas fiestas. Incluso he rescatado el Belén que mi abuela ponía conmigo todos los puentes de la Inmaculada y lo he puesto, con el sitio vacío del Niño, en su espera. Me apetece compartir cada momento con mi familia, hasta las disputas y fricciones, pasando por los regalos y las tardes sin hablar delante del fuego.
La India sigue estando en mi cabeza. Y por si se me olvida un compañero me regala, sin saberlo, un calendario solidario de Orissa.
Siguen los amigos. Los mismos. Y otros nuevos, que presiento que están también para quedarse. Tengo una maravillosa colección de ellos, que han estado este año tan complicado conmigo en todo momento. Sois increíbles.
Las ilusiones y proyectos siguen, pero ahora sin culparme de ser una idealista. He leído demasiados libros en estos meses de autores tan importantes que sentían lo mismo (ejemplo Semprún) como para sentirme mal por ello. Sigo creyendo en los mismos pilares.
La fotografía sigue siendo mi forma de expresión. Y el blanco y negro mi preferido.
Tengo un lorito que se está poniendo viejo. Antes era amarillo y desde hace unas semanas las plumas se le están volviendo verdes oscuras. Eligió vivir conmigo hace más de cinco años, lo encontré en mi terraza y entró conmigo a la casa. Se ha escapado dos veces y siempre ha vuelto. Me canta cada vez que me ve.
El otro loro se escapó. Para siempre. Tuvimos (en plural) que elegir entre enseñarle a volar o cortarle las alas. Elegimos educarle para ser independiente. Parece una metáfora e igual lo es. Pero de eso quizá os hable otro día.
Sigo buscando. ¿Tu ausencia tiene algún significado?

Soy feliz.

domingo, 7 de diciembre de 2014

Figuras de Belén

Ese viernes del año estaba deseando volver a casa.
Mi madre y mi abuela colocaban unas tablas de madera sobre las que luego iría el corcho. Casi siempre lo distribuían de la misma forma con el castillo de Herodes en la esquina, para poder apoyarlo también en la pared y el portal en el extremo de la izquierda. Era muy importante que los grandes trozos de corcho quedaran bien sujetos, porque todas las figuras eran de barro. Lo más difícil era dar la inclinación justa a la rampa por la que bajaban los reyes magos y sus pajes.
Yo ayudaba en la parte más fácil. Cortar el papel albal para hacer el río, poner los patos de plástico y las ovejas y al final echar el serrín para tapar las bases de las figuras y de las palmeras y los cables de las luces.
Desenvolver las figuras también era tarea mía. En realidad era magia, era descubrir a un personaje conocido al que veía cada año: el señor de las gachas, los pastores de la adoración, el molinero, el pescador, la mujer de la zambomba. A veces alguno de ellos había perdido un brazo o una oreja la mula. Por eso ponía mucho cuidado al sacarlas del papel de periódico con noticias del año anterior. El niño Jesús era lo que más se nos rompía, y eso que una vez desenvuelto lo guardábamos en una taza con algodones hasta que llegara el momento de ponerlo en el portal: en la nochebuena, que es cuando nació, ni un día antes, acompañado de la familia cantando villancicos, tocando panderetas y rascando alguna botella de anís.
Hoy me he traído una pequeña parte de ese Belén, que tiene 60 años, el mismo que mi abuela, mi madre y yo pusimos juntas durante años y he sentido la misma ilusión al desenvolver las figuras y reencontrarme con los pastores, el ángel anunciador y la vendedora de frutas.

El niño ya está metido en su taza.

sábado, 29 de noviembre de 2014

Jugar a la guerra

Desplegué un tablero grueso de cartón con la mitad de Europa pintada de cruces gamadas y fronteras con gruesos trazos negros. En una caja había además soldados de plástico, tanques, aviones, ¡submarinos! Y le dije, vamos a jugar a la guerra.
El guardó los soldados y plegó el tablero y muy serio me contestó, tú y yo no vamos a hacer la guerra.
Afuera caía una lluvia lenta y densa. Dentro empezaron a llover pétalos de colores. Los nietos de aquellos soldados que hicieron la guerra de verdad 70 años antes nos besamos despacio las heridas, acariciamos algunas cicatrices, acallamos el sonido de las balas con canciones y plantamos flores en la tierra yerma. Brindamos por la vida y hablamos en silencio durante largo rato.
No. Nosotros no vamos a hacer la guerra.

Tú y yo hemos cambiado el fusil por la palabra.

viernes, 7 de noviembre de 2014

El lugar en el que sueño morir

La última vez ha sido en un café en Berlín, sentada en un sofá frente a un inmenso capuchino.
Es una casa pequeña, blanca, soleada, de muros gruesos, quizá con un jardín acorde a la pequeñez.
Tiene una cocina donde amasar comida para los amigos y donde almacenar vino tinto y fruta fresca.
La estrella es una sala de techos muy altos, dobles, con las paredes llenas de libros. Aún no sé cómo ordenarlos, ediciones de bolsillo, libros dedicados, mordisqueados por un cachorro o estropeados por el tiempo. Libros no leídos, releídos. Libros que se abren con respeto o con confianza familiar. Libros en el idioma materno, en el aprendido o en la lengua por aprender. Cubiertas de cartón, de lujo. Libros en todas las esquinas y una escalera para aprehenderlos. Y la luz que se detiene en ángulo agudo en las motas de polvo de la habitación, blanca, blanca, altísima, sin huecos.
El contraste es una sala oscura, sin rendijas, de pesados cortinajes negros con una bombilla roja en la puerta, que avisa que estoy en mí misma, en los líquidos reveladores, lavando papel de la foto en la que un perro presumido del tranquilo pueblo en el que vivo ha posado ayer. Frío, humedad, nervios hasta ver el resultado. Papel y más papel gastado en vano. Pinzas que sostienen la película que escurre. Olor a revelador. Mi tiempo detenido.
Se me une hoy, en este café de Berlín, un rincón donde pintar, abstracto, acuarelas, colores en mistura sobre cartulina. Con luz, claro, donde hay pintura hay luz (en mi sala también, pero invertida) y color y vida. Y también tiempo detenido, pero de otro.
Hay también en la casa una cama enorme, bueno quizá no tan grande, al final uno acaba juntándose, qué se yo, a veces las noches son frías o la individualidad se difumina entre sábanas con olor a flores, ese aire que uno mueve al arroparse y que le trae el aroma de la piel del otro, de la piel de uno mismo, de la piel fundida.
Y el mar. Siempre el mar. El Mediterráneo. En alguna ventana o al girar la esquina al salir de la casa. Con todos sus pinos, sus senderos y sus gentes, que quizá hablen en griego o italiano. No sé por qué los oigo con ese sonido del griego, sus fonemas cercanos, sus gestos familiares. Vecinos, amigos, hermanos del mar. El Mediterráneo, mi casa.
El mundo que me vio nacer. El mundo en el que sueño morir.



domingo, 2 de noviembre de 2014

El libro no leído que me cambió la vida

Sólo he querido ser dos cosas en mi vida: médico y reportero de guerra. Desde siempre y sin motivos. En algún rincón de mi encéfalo infantil y adolescente debía esconderse la razón de la disparidad en la que basaba mi felicidad y realización profesional.

A alguien debió de asustarle lo de reportero de guerra y al final me convencieron para ser médico.

Hoy he terminado un libro, ya descatalogado, comprado de segunda mano en Internet, qué poco me gusta comprar libros así, no puedo tocarlos ni olerlos. Es la manía de los españoles de tocarlo todo, pero eso forma parte de otra historia. La historia de hoy es la de la vida que no he tenido, la del reportero de guerra.

Por diversas circunstancias me he visto envuelta en revivir guerras a golpe de libros, archivos, fotos y películas. Nada que ver con vivirlas, que no es igual que evocarlas. “La historia de la guerra siempre es la misma: un par de desgraciados con distinto uniforme que se pegan tiros el uno al otro, muertos de miedo en un agujero lleno de barro, y un cabrón con pintas fumándose un puro en un despacho climatizado, muy lejos, que diseña banderas, himnos nacionales y monumentos al soldado desconocido mientras se forra con la sangre y con la mierda. La guerra es un negocio de tenderos y de generales, hijos míos. Y lo demás es filfa”, pone Pérez Reverte en labios de Barlés durante una conferencia en una universidad.

Pero os juro que, de haberme convertido en una reportera de guerra, hubiera llegado a la misma consecuencia y conclusión que tras pasarme años en la facultad de Medicina: “ El cielo sobre la cabeza, pensó Barlés. Nos pasamos la vida pensando que nuestros esfuerzos, nuestro trabajo, lo que conseguimos a cambio de todo eso, son definitivos, estables. Creemos que van a durar: que nosotros vamos a durar. Y un día el cielo cae sobre la cabeza. Nada es tan frágil como lo que tienes, se dijo. Y lo más frágil que tienes es la vida”, vuelve a decir Pérez Reverte.


Así que haciéndome médico he llegado al mismo final: a apreciar y disfrutar la vida por encima de todo y a levantar mi voz por los que no tienen fuerzas para hacerlo.

Ahí es nada, pienso. (La foto es del grandísimo Gervasio Sánchez).
http://blogs.heraldo.es/gervasiosanchez/?p=888

lunes, 29 de septiembre de 2014

Berlín cambalache

Soy una parte de este ser veleidoso y gigantesco.
Nunca encontraba la razón por la cual esta ciudad destartalada, enorme, gris, lluviosa, cocinada con hormigón y cristal me daba la bienvenida sin reservas cada vez que la pisaba.
Berlín es la eterna ciudad inacabada, siempre en obras, embarcada en una eventualidad eterna y lenta. Metamorfosis constante hecha calles y edificios y parques y gente.
El cambio es una mezcla de acciones y nombres: fallar, caer, levantarse, comienzos, impaciencia, decisiones, aciertos, moldear, destruir, soñar, anhelar, confianza, esperanzas, incertidumbres, añoranzas (añádase lo que cada lector considere oportuno. El cambio siempre está abierto al cambio).
Y es por ello que en esta ciudad de mudanza constante, de espacios inacabados, de eterna inmovilidad en movimiento me siento como en mi propia vida.



lunes, 25 de agosto de 2014

Tatuaje

Entraron juntos en el autobús que hacía la ruta desde Belgrado a Sarajevo. Era una pareja en esa edad en la que los movimientos y los pensamientos se enlentecen sin caer en la torpeza. Ella vestía de colores oscuros, falda, camisa, alta, de pómulos erguidos, cabello recogido y ojos negros. Llevaba una bolsa verde de supermercado, de esas cuadradas más grandes de lo normal, que la precedía en su camino. Con una mirada rápida recorrió el vehículo y decidió quedarse sentada en la primera fila, al lado del conductor. El era un hombre grande, de pelo canoso sobre rubio, ojos claros y grandes y cara sonrosada. Manos grandes. También llevaba una bolsa, de deporte, de las que son alargadas y pueden colgarse al hombro, que se ven como pasadas de moda. Al ver que no quedaban asientos libres al inicio, decidió ir hacia la parte de atrás.
Al pasar por mi lado, su camisa blanca de finas rayas azules me rozó. Una desazón me recorrió entera. Sentí un terror infantil y profundo. Estas cosas no me suceden nunca. Casi nunca. Por eso me dediqué a observarle cuando, tras no encontrar asientos libres en la parte trasera, se quedó de pie a un metro de mí.
Le recorrí entero: zapatos, pantalón, tobillos, piernas, cabeza, cuellos, manos. Nada que justificara mi miedo. El autobús frenó y el hombre se agarró al asiento más cercano mostrándome su antebrazo derecho. En él llevaba tatuado un escorpión en tinta negra que azuleaba.
Seguí sin entender.
Bajaron del autobús en una de las primeras paradas en Sarajevo, en una calle empinada de las colinas.
Dos días más tarde, en Srebrenica, leí ésto: “Los escorpiones eran grupos paramilitares serbios que ocultaban sus rostros con capuchas negras e incursionaban en aldeas de Bosnia o de Kosovo para saquear, torturar, violar y asesinar. Llevaban tatuado un escorpión en el pecho o en el brazo”



miércoles, 13 de agosto de 2014

Una vela en Sarajevo


Cuando las tropas cercaron Sarajevo, las cosas dejaron de tener la utilidad que solían antes del maldito asedio y se transformaron en algo, con forma parecida, que recordaban a aquello que un día fueron, pero que habían dejado de ser. 
A saber...
Los bidones y botellas de plástico que almacenaban gasolina en el garaje o bebidas de naranja y cola para los cumpleaños en la despensa, se hicieron recipientes para recoger el agua: uno no sabe todo el agua que necesita hasta que le falta. La fábrica de cerveza que ya no producía más, hacía salir de sus entrañas el agua que daba de beber a los sarajevitas. Los puentes de piedra ahora eran amasijos de hierros y cemento de los que se colgaban los habitantes para cruzar el río y poder conseguir el agua. 
Las latas que antes guardaban conservas, cocinaban las exiguas raciones de arroz que a duras penas los organismos internacionales hacían llegar. 
La moneda consistía en trueques de tomates o patatas, tabaco, algunos marcos alemanes que se guardaban para los imprevistos y besos sucios en la oscuridad de una alambrada. 
Los zapatos viejos, árboles y libros se convirtieron en brasas para cocinar o calentarse. 
Los estadios de fútbol y los parques de barrio acunaron en su tierra a los que morían a diario bajo las balas, las minas o los morteros. Los entierros se hicieron nocturnos, solitarios, silenciosos para no llamar la atención del asediador. Para que no encontrara nuevas víctimas en su mira. 
De las montañas salían los morteros y balas que destrozaban los cuerpos de aquellos que se aventuraban a ir comprar al mercado de verduras o a esperar en una eterna cola por una barra de pan. 
Los 2000 libros de la biblioteca se escaparon por el techo roto de cristal en forma de humo y papel quemado. 
Los vaqueros y zapatillas de deporte se convirtieron en el uniforme de los resistentes de la ciudad. Y un túnel que atravesaba la pista del aeropuerto, su esperanza. 
Podría seguir contando historias. Horas y horas. Para no cansar diré que...
Las velas no cambiaron de cometido: se guardaban para las ocasiones especiales. Si alguien resultaba herido, iba al hospital con una vela intacta, nueva, larga, atrapada entre los dedos como quien se aferra a la vida que se le escapa, para asegurarse que el cirujano tuviera una luz con que operarle. 

sábado, 9 de agosto de 2014

Belgrado

Tomar un café frente a un río al que han dedicado valses. 
Escuchar los violines desafinados de los gitanos. 
Vibrar con la vida que se derrama en los cafés. 
Comer sopa en agosto. 
Comprobar cómo el dictador reposa en su mausoleo rodeado de fuentes y flores. 
Atravesar el tiempo y revivir el esplendor de la ciudad en sus edificios copiados de Viena. 
Rezar en una iglesia ortodoxa inacabada, interrumpida por las guerras e iniciada por el rencor al turco. Rencor cimentado sobre el rencor del turco al cristiano.
Compartir un autobús lleno hasta los topes. 
Pasear por jardines y castillos con fosos y cañones. Ver un partido de baloncesto entre estos muros. 
Estremecerme con la visión de los edificios en ruinas a causa del último bombardeo de la OTAN hace apenas 15 años. 
Disfrutar de la tarde en un parque en el que un dálmata dormita junto a su dueña y unos niños juegan al fútbol sobre el verde. 
Sonreír al escuchar mi nombre en los labios de un sefardí de ojos del color del cielo de Belgrado. 






jueves, 7 de agosto de 2014

Dibujos de soldados

"Cinco guerras en los últimos cien años. Olvidar y perdonar. No queremos nada más".
El campo de concentración de Banjica está desierto. Ese pacto colectivo de olvido hace que el lugar de sufrimiento de intelectuales serbios, partisanos y un puñado de judíos y gitanos se encuentre dolorosamente vacío el único día de la semana que abre sus puertas. 
Los serbios llenan las terrazas, bares, parques y plazas. Visten ropas caras, se acicalan y cantan. Vivir, vivir desprisa, sin recordar. O, lo que es peor, rememorando sólo una parte. Cantar en voz alta, ahuyentando la memoria. Nadie es testigo? Nadie alza su voz por encima de los cantos vanos? "Oh, trae mala suerte. La muerte llama a la muerte, somos muy supersticiosos", me responden. 
Mientras el viento de la memoria no traiga la justicia y el perdón verdadero los hijos de los nietos de los guardias y verdugos de Banjica seguirán dibujando soldados. 

lunes, 21 de julio de 2014

Una crema o algo más

Odio esta crema de Clarins que compré en enero en el aeropuerto de París, del cual saldría aquel avión que me llevaría hasta tu adiós. No puede haber una crema con mejor olor o textura y a mí me repugna. Procuro dármela rápido, a pequeños toques, con desgana, en la mañana o la noche, según me pille el ánimo, como un castigo.
Pero se ha convertido en el símbolo de mi resistencia, en la forma de demostrarme que soy fuerte para abrir el bote, mirar mis arrugas en el espejo y frotarme en la cara la crema que me huele a la traición. Aprieto los dientes, aguanto.
La crema está en un bote de cristal y uno de estos días va a acabarse. Y ya no tendré que oler el perfume con el que te extrañaba en el Marais de Paris, ni ver reflejados en el espejo mis ojos, estos, que te buscaban. Rebañaré los restos pegados en las paredes del frasco azul y me daré por última vez, antes de olvidarte, la maldita crema. Entonces, y con un punto de autosuficiencia, tiraré el bote vacío de crema, en el que irá tu recuerdo.



sábado, 21 de junio de 2014

Cefalonia

Cefalonia tiene cipreses como lápices, lanzas verdes cubiertas de hojas, que apuntan al cielo. Olivos gigantescos de verde plateado antiguo y viñedos aplastados contra el suelo. 
El tiempo es una mezcla de barro, mar y miel que puedes tomar en las manos y moldear a capricho. 
Hay ancianos centenarios, arrugados sobre sí mismos, con los ojos claros de eternidad que pasean mirando de reojo a Itaca. 
Itaca, la siempre presente, alargada, árida de bordes romos. El suelo de Cefalonia se vuelve de cristal para que puedas contemplarla a su través. 
El azul más cristalino se combina con el blanco cegador en la playas, blanco de guijarros duros y grandes y redondos. Nada de arena. Todo aquí es rotundo. 
Y luego están ellos, los italianos muertos en el 43, cuando el armisticio, fusilados, ahogados. Cinco mil, si es que un número sirve para contar la vida. Tumbas entre olivos en la umbría. Salen del mar, de la tierra para cantar en las noches. 


miércoles, 18 de junio de 2014

Cambio de rumbo


Hay un código en el mar que intuyo pero aún no comprendo. Las noches de navegación se reparten entre todos, los que saben claro está. Yo sólo se ordenar las zonas comunes, preparar bocadillos y café y contar historias, aunque de esto último todavía no he tenido ocasión. 
A mi izquierda tengo las montañas del Peloponeso, que desde aquí se parecen a cualquier otra y no a una tierra repleta de pueblos antiguos, guerras y mitos. Me decía Christos que, a diferencia de la tradición del Libro en la que Dios creó al hombre a su imagen, los griegos crearon a los dioses a semejanza del hombre y por tanto los hicieron estar sujetos a las pasiones humanas. Me contaba esto mientras contemplábamos una pintura Macedonia hecha con los trazos más delicados que podáis imaginar, en la que Hades raptaba a Perséfone. 
Vamos camino a cruzar el canal de Corinto. Ayer Carlos, como si hubiera entrado a revolver en el cajón de mis sueños, decidió poner rumbo a Itaca y pasar estos días, los míos, en las islas Jónicas. Llevo camino suficiente como para no encontrarla pobre ni abandonada. 



martes, 17 de junio de 2014

Paseo al lado del mar

Paseo al lado del mar y mi mano me pregunta si, si estuvieras aquí, la cogerías entre tus dedos. 
Porque mis ojos están seguros de que los tuyos verían los mismos colores de la tarde y brillarían al ver cómo me emociono al escuchar una canción en ladino de hace 200 años de la cual no entenderías una sola palabra. 
Mi lengua me afirma que la tuya disfrutaría de los sabores simples y frescos de la comida griega. 
Mis pies pequeños están confiados en que los tuyos frenarían para seguir mi paso. 
Mi boca sabe (y está muy segura de ello, me dice) que podría hablar y hablar de mil cosas mientras la tuya sonríe. 
Pero mi mano...ella no deja de preguntarme hoy al lado del mar. 


domingo, 15 de junio de 2014

Saloniki

En el taxi que me trajo desde el aeropuerto, según recorría calles de camino al hotel, me preguntaba por qué me habría empeñado en venir a esta ciudad y empezaban a sobrarme las horas. 
Salonica es, constructivamente hablando, fea e incómoda. Lo primero porque en los años 60, ante la escasez de viviendas, el gobierno derribó edificios y palacios para sustituirlos por bloques de pisos ocres y cuadrados. Lo segundo porque se extiende desde el mar hasta las colinas. Cuando era pequeña podía permitirse existir en un llano, entre el mar y la vía Ignatia (de Roma a Bizancio). Pero al crecer se encontró con las colinas y sus calles se estrecharon y se llenaron de curvas imposibles. Y luego está la crisis, la maldita e interminable crisis, que ha cerrado tiendas y ha dejado sin cristales las paradas de autobús. 
Christos me hace de guía. Me lleva a iglesias y mezquitas y al museo arqueológico donde aprendo a emocionarme con las joyas antiguas: las filigranas, los pendientes y las coronas de oro de los reyes macedonios hechas a base de delicadas hojas entrelazadas con flores o frutas.
Las iglesias tienen algo de oriental, además de ser oscuras y estar llenas de iconos iluminados por velas fueron en un tiempo mezquitas, y muchas de ellas conservan minaretes y pilas de abluciones decorados con letras alargadas. 
La comida se convierte en el tiempo detenido en un café, en el antiguo barrio portuario en el que hoy, en vez de burdeles, hay restaurantes y bares. 
Empezamos entonces a buscar, como en un juego, el pasado sefardí. Christos me ha regalado un libro que habla de ello pero cuesta encontrar los edificios o los mercados. Es como, y lo creo casi de una literalidad abrumadora, como si sus 50,000 judíos se hubieran convertido en humo. Los habitantes de hoy no saben que viven en la que, mis paisanos expulsados de Sefarad, llamaron la madre de Israel. 
En el libro he descubierto un poema en ladino dedicado a la torre blanca, otrora llamada en el periodo otomano roja por la sangre de los que allí degollaban, así que decido pasear al atardecer y descubrir que las palomas siguen en sus ventanas. Luego camino al borde del mar y me concilio con Salonica. Este lugar tiene algo mío: la gente sonríe y canta, pasea sin prisa, come tarde y hace la siesta. Hay bares de barrio con abuelos jugando al dominó, como hacía el mío y a la tarde las mujeres sacan las sillas a los balcones para tomar el fresco. Como hacía mi abuela. 
Al día siguiente, a los pies de la prisión entre las murallas de la parte alta de la ciudad hago esta foto y de alguna forma me siento también prisionera de Salonica. 



domingo, 25 de mayo de 2014

Un poema de domingo de cumpleaños

No sé de dónde salió, llegó ayer a mí en forma de hoja, como regalo adelantado de cumpleaños.

"No es posible que el hombre tenga
En su vida tiempo para todo
Y que tenga un lugar para
Cada objeto. El Eclesiastés se equivocó en eso.

El hombre debe amar y odiar al unísono
Con los mismos ojos llorar y reir
Con las mismas manos lanzar piedras
Y también recogerlas,
Hacer el amor en la guerra
Y guerra en el amor.

Odiar y perdonar, recordar y olvidar
Arreglar y desordenar, comer y asimilar
Lo que la difusa historia
Hace a lo largo de los años.

El hombre no tiene tiempo en su vida,
Cuando pierde algo lo busca,
Cuando lo encuentra se olvida,
Cuando se olvida se enamora
Y cuando se enamora empieza a olvidar.

Su alma tiene experiencia,
Es muy profesional,
Pero su cuerpo es siempre de un aficionado.
Busca y se equivoca,
No aprende y se embrolla
Borracho, ciego en sus placeres y sufrimiento.

El higo morirá en el otoño
Encorvado, y lleno de sí mismo y dulce,
Las hojas se secan en el suelo
Y las ramas desnudas indican
Hacia el lugar que hay tiempo
Para todo."

lunes, 7 de abril de 2014

Crónicas alemanas (y 7)

Nürnberg

Amo esta ciudad. Quizá desde la primera vez que la ví engalanada con sus luces y mercados de navidad y cuando la casualidad me trajo a Alemania, cualquier excusa era buena para alquilar el piso aquí en vez de en Erlangen. Lo cierto es que no me ha defraudado.
Vivo a los pies del castillo medieval, el mismo que enamoró a Hitler para sus congresos del partido nazi, en una calle empedrada. A dos calles del antiguo ayuntamiento, alrededor del cual se salpican numerosos biergarten y tres grandes iglesias. Dentro de las murallas interrumpidas por torres redondas y enormes puertas defensivas.
El castillo se alza sobre una roca y es un conjunto de edificios rodeado de muros gigantescos de piedra. Lo que más he disfrutado del castillo en estas semanas han sido los jardines, abiertos hasta las 8 de la tarde, siempre llenos de gente, a uno de los costados de la muralla y a una calle de mi casa.
Los días de diario la ciudad está en una especie de calma, por las mañanas apenas me cruzo con diez personas al atravesar la plaza del mercado y cruzar uno de los puentes de piedra que se alza sobre el río. Incluso por la tarde, cuando en la plaza han surgido unos cuantos puestos de fruta y verdura, se camina con pausa, imitando a la luz que entra por la esquina de la iglesia de Nuestra Señora y lame el empedrado de las calles. A veces subo por la plaza de detrás del ayuntamiento, que me hace dar un rodeo hasta la casa, sólo para disfrutar de las escaleras, de las mesas vacías de los dos biergarten que se reparten el espacio y del sonido del agua de una mínima fuente.
Pero los sábados y domingos Nürnberg se transforma, se llena de turistas franceses, alemanes, japoneses y algún español despistado y no sólo le cambia el habla sino la luz. El sol calienta con más fuerza y las calles están repletas de brillo. Hoy me dejé querer por ella. Rodeé el castillo hasta salir a la plaza que va a parar a la casa de Durero (comparto barrio con el genial artista) y de allí me dejé caer por las calles de casas bávaras hacia los puentes. Creo que la Weissestrasse es la más bonita de todas, con sus maderas, sus fachadas de colores y sus balcones con flores. Crucé todos los puentes: los de piedra, madera y metal y me fui acercando a la plaza central desde la muralla. Desde todos puntos veía las torres de la iglesia de San Lorenzo. Hoy estaban de un color verde óxido más intenso que nunca.
Entré en la iglesia de San Sebaldo, que rodeo a diario por su parte posterior y fui hasta la plaza donde hay una estatua de Durero, único monumento que quedó en pie tras la guerra.
Y vuelvo a la zona del mercado, me mezclo entre el barullo, las tiendas y las palomas. Hoy mi plaza de la trasera del ayuntamiento está llena y habla con voz más alta. Las flores se prestan más intensas y el agua de la mínima fuente parece una cascada.
Porque es sábado en Nürnberg.




Crónicas alemanas (6)

La cena del jueves

Dado que mi jefe de aquí, manifestaba tremenda curiosidad por ver mi apartamento, decidimos empezar la velada en él, a una hora muy germana (las 7 y media de la tarde). El día anterior eché un vistazo a la nevera y estaba vacía de líquidos por lo que pedí a mi compañero Christian que me acompañase a comprar y me hiciera de porteador, ya que vivo en lo alto de Nürneberg y venir hasta acá con botellas es imposible. Fuimos de compras y yo elegí un par de vinos españoles y él las cervezas, y aproveché para que me hiciera unas cuantas recomendaciones sobre distintas marcas alemanas.
A las 7 y cuarto estábamos en casa y absolutamente en punto, con una diferencia en ambos casos de 3 minutos, llegó primero Anna y a continuación Friedrich. Decidimos beber algo y, para mi sorpresa, Christian decidió probar el vino español. Quiero que entendáis lo que valoro su gesto, viniendo de una persona cuyo ideal de vida es ir de vacaciones a Escandinavia o, como ya algo muy exótico, Escocia, y que se define, a sus 35 años, como enamorado inamoviblemente de las tradiciones alemanas. Vamos, que yo había traído las cervezas pensando en que no iba a probar el vino.
Y empezamos a beber, ellos a una velocidad importante. A las 9 y media, cuando decidimos dirigirnos a cenar al peruano de mi calle, que días antes habíamos consensuado, sólo restaba media botella de tinto.
Resulta que el peruano estaba cerrado, pese a que cuando pasamos delante del restaurante a las 7 estaba abierto y en la puerta indicaba que la hora de cierre era a las 11. Total, que nos fuimos a una cervecería típica bávara, tan típica que cierra la cocina a las 10 y eran las 9,50 y nos dijeron que cerveza sí pero con malta tostada (o sea, como unas pipas) y pa casa. Y allí que nos pimplamos nuestro medio litro cada uno. Mi jefe estaba de lo más contento y locuaz y repetía una de las dos únicas frases que sabe en español, en este caso: ponte en pelotas.
A las 10 y media, sin cenar y bastante alegres, vinimos de nuevo a casa y saqueamos la nevera de productos españoles. A cada uno le di una tarea y eso es lo mejor que puedes hacer con un alemán, mandarle hacer algo, porque se sentirá útil y feliz. A un español le dices haz esto y te contesta por qué. La diferencia es que el alemán se pone a ello y cómo mucho su pregunta es cómo lo hace. Así entre todos cortamos el queso, separamos las lonchas de jamón, tostamos el pan y troceamos unos tomates.
A las doce y media decidieron marcharse. Yo hice de anfitriona española, aquí los anfitriones cuando están cansados te mandan a tu casa, vamos que te dicen que te vayas que tienen sueño y que se quieren acostar así sin ningún problema. Debido a los efluvios alcohólicos (para entonces había caído todo el vino) me pidieron que les enseñara a saludar dando besos como hacemos en España. Podéis imaginaros la  secuencia en mi recibidor, para habernos grabado. Llevada por la emoción del momento me atreví a plantearles una de las dudas que me asalta desde que vivo aquí y que ya os he manifestado: cómo hacen los niños en Alemania. Me contaron, con franca tristeza, que el sistema es que cierran los ojos y salen.
Al día siguiente estaban los tres emocionados de lo bien que se lo habían pasado. Friedrich confesó que desde que vive en Franconia jamás había llegado tan tarde a casa (debía ser la una cuando llegó) y Anna me contó que mientras la acercaba a su casa se metió por una calle que era dirección prohibida.


Crónicas alemanas (5)

Mi intensa vida social

En estas dos semanas escasas que me restan por tierras germanas se me han acumulado los compromisos sociales y es que este fin de semana pasado estuve en Viena y el anterior con un Mini visitando campos de concentración. Os incluso una crónica de la visita al primero de ellos y la alterno con este otro relato para quitar dramatismo.

Tenemos una pequeña cocina en la tercera planta del departamento, donde está mi despacho, la cual se utiliza para dos cosas. La primera viene siendo lo convencional para una cocina, que es preparar té o café. Hay una nespresso, con un batidor de leche que tiene una costra de mierda la cual intenté despegar durante los primeros días, pero viendo que era imposible y que el resto de compañeros que batían allí la leche y se la bebían, sobrevivían al procedimiento, empecé a hacer lo mismo con idénticos resultados.
La segunda función de la cocina es muy curiosa. Cuando alguien quiere decirte algo personal, en vez de ir a tu despacho, se queda apostado detrás de su puerta (a veces durante horas) esperando a que te levantes a hacerte un café y es en esos 2m2 de sala donde te hace llegar sus inquietudes.
La semana pasada, por ejemplo, fui abordada por el japonés. Empezó preguntándome si me había traído comida, a lo que no le contesté claramente impregnada como estoy del egoísmo teutón por los alimentos, y acabó confesándome que se encuentra solo y que nadie le habla. Como no puedo ver sufrir a nadie, ni aunque sea japonés, me he ido algunos días a comer con él.
El primer día que salimos a comer, eligió un sitio de comida rápida tailandesa y durante la comida me contó que está aquí con su hija de 6 años que es hiperactiva y con su mujer cuya ocupación desde hace 5 meses es chatear con las amigas en Japón. En mitad de la comida empezó a sudar con gruesas gotas que le caían por la mandíbula y aún no se si es por su situación familiar (imaginaros la niña dando saltos y la mujer con el chat), por el picante de la comida o por el trabajo que le cuesta hablar en inglés.
Hoy por ejemplo de repente desapareció y el turco y yo buscábamos alarmados en la plaza pensando que una alcantarilla se lo había tragado, cuando le vimos salir del supermercado. ¿Pensáis que dio alguna explicación? No.

Esta semana tengo una cena. Mi jefe ha decidido organizar una cenita en Nuremberg este jueves a la que vendrá entre otros también mi compañero Christian que es vegetariano. Esta tarde me le encontré en el tren de camino a casa y estuvimos hablando para elegir el sitio. Decididamente, Christian y yo somos un experimento. No hay ninguna duda. Resulta que él apenas conoce sitios para cenar y al único que ha ido es a un restaurante ayurvédico, que yo sabía de la medicina y de los masajes pero no de los restaurantes. Le he explicado en el trayecto Erlangen-Fürth las maravillas de la cocina peruana y creo que le he convencido de las excelencias del ceviche. Ahora se trata de encontrar un peruano auténtico, porque aquí lo típico es que si en la puerta pone restaurante italiano (a modo de ejemplo), el dueño es francés, el cocinero indio y da gracias si saben que en Italia se come pasta.  Me veo cenando el jueves un bocadillo en bolsa de papel en la plaza.

Este miércoles durante el horario laboral otro compañero me ha invitado a una actividad no gastronómica. Resulta que van a abrir 15 cráneos para los estudiantes de medicina y me ha dicho si quiero acudir al evento, sierra mecánica en mano. Este compañero fue quien pronunció la frase gloriosa del Campari, que no recuerdo si os he contado, pero si es que no la dejo pendiente para otra ocasión.
La otra frase gloriosa fue de Jörg. Me contó que había tenido una novia colombiana y que (y cito textual) “todo lo que sabía de caracoles (ella) lo había aprendido de él”, dicho con una cara de nostalgia que te partía el alma, que no sabía yo que los caracoles dieran para tanto.

El domingo tengo también salida en Nuremberg y es que por la tarde mi compañero el turco da un concierto con su grupo al que vamos a ir varios del depar. No he conseguido entender muy bien qué música tocan, pero me ha dicho que su instrumento es el “nosecómo” que debe ser algo así, ya traducido, como una bandurria alemana. Tengo que informarme más de esto del concierto para poder daros más detalles.

Y para completar el calendario, al menos de momento (que visto lo visto igual me surgen más planes), el jueves de la semana siguiente, o sea, la noche antes de irme, mi jefe ha organizado una barbacoa en su casa. Este punto de la invitación domiciliaria me tiene bastante inquieta porque desde hace semanas me persigue diciendo que tengo que ir a su casa a conocer a sus niños, y digo yo que por qué ese interés en que vea a los niños. Tiene dos retoños, de 6 y 3 años, que igual quiere que me los lleve a España y yo, que he visto fotos de las criaturas y son rubios y blancos, no estoy por la labor. Estos chiquillos tan arios siempre me han dado un poco de temor, tal vez no debí haber visto la película de los chicos del maíz porque creo que mis miedos vienen de ahí. La cuestión es que además dice que va a invitar a amigos y que el jardín que tiene casi no puede denominarse así, vamos, que estaremos apretaditos como la gente decida acudir en masa a la cita.  
Fijaros si no es para estar asustada que hoy me ha escrito un correo informándome de la cita (incluso de la dirección de la velada) en el que acaba diciéndome que “my children will be there waiting for you”. ¿Esperándome a mí? ¿Será que los niños comen españoles? Esta última actividad social que os comento me tiene en un estado de agitación permanente, sobre todo por tanta insistencia con las criaturas.

He pensado ofrecerme a preparar una sangría durante el acto social de mi despedida, que si veo la cosa chunga la pongo cargadita mientras asan las salchichas en la parrilla y que se agarren un pedo del 15, retoños de mi jefe incluidos, en el caso de que resulten molestos o me muerdan una pierna.


Crónicas alemanas (4)

Hoy el correo que os envío es un poco más serio. A veces pienso si no estaré formando parte de un experimento sociológico organizado a nivel europeo. Algo así como un proyecto Merckel-Rajoy.
Cada persona da lo que querría recibir si estuviera en el lugar del otro y en este punto los ciudadanos alemanes y españoles tenemos grandes diferencias. Cuando recibimos a alguien de fuera en España lo agasajamos comiendo, saliendo, llevándole a todos lados como si fuera un niño pequeño y dando gracias que le dejamos tiempo para dormir y ducharse. Eso es para nosotros portarnos bien con un invitado.
Sin embargo un alemán no hará contigo nada de eso, ya os he ido contando la peculiar relación que tienen con la comida, pero a cambio hará por vosotros lo que ellos necesitarían. Irá a recogeros al aeropuerto, cargará vuestra maleta escaleras arriba con una sola mano, se encargará de que tengas todo listo en el piso, de aprender cómo funciona la lavadora y la secadora, te hará copias de todas las llaves de todas las puertas que puedas querer abrir, te dará de alta en Internet en la universidad, pegándose con los administrativos y perdiendo contigo en la secretaría más de hora y media, te enseñará a descifrar los planos de metro o te acompañará a sacar el abono transporte (el cual a tu llegada ya tenía relleno). Entre otras cosas.
Un alemán que coge el mismo metro que tú ¡jamás! te preguntará si ya te marchas a casa (eso no es asunto suyo) por si os vais juntos, pero a cambio te comprará una coca cola y te la dejará en el escritorio porque hoy hace mucho calor y tienes que beber, que este es el último piso, da mucho sol, la temperatura es altísima y te vas a deshidratar.
Son ese tipo de cosas las que hacen que te den ganas, con el paso de los días y la confianza, de tocarles y achucharles sin ningún ánimo lascivo. Dichosos españoles lo sobones que somos, no nos damos cuenta hasta que nos sentimos cohibidos y es que esta gente ni se roza. Igual los niños los hacen a distancia. Tienen un espacio vital, digamos, bastante ancho.
A costa de nuestras diferencias nos reímos bastante. El otro día por ejemplo, enseñé a preparar el mate a dos compañeros. La cosa viene de que a la mujer de uno de ellos le encanta Vigo Mortensen, que parece ser que toma mate, y ella empezó con aquello de la bombilla y la yerba y él por extensión la siguió y además contagió a otro compañero. Pero el caso es que cada uno matea en su propio mate. Cuando les expliqué que el mate tiene casi un aura de ritual, que se pasan horas mateando, contando historias, que todos toman de la misma bombilla…uno de ellos me dijo riéndose que él es demasiado alemán para beber del mismo vaso que otro. Total que andamos con la coña todo el día.
Con quien comparto el proyecto, Christian, es, con mucho, el más alemán de todos.
Por eso pienso que si nos han puesto a trabajar juntos por aquello del estudio antropológico. El primer día debió flipar cuando hice un sinpa en el metro (total, era una estación y me dijo que los domingos no había revisores). Pero no hacemos más que divertirnos a costa de las dificultades culturales. Hoy por ejemplo hemos descubierto que en España somos más rápidos a la hora de conseguir artículos de revistas en las bibliotecas, que en Alemania rentabilizan más los recursos de la universidad y que los austriacos son unos chapuzas haciendo lámparas (había que meterse con alguien y les ha tocado a los vecinos de abajo).
Todos los días atravieso la plaza del mercado, donde se monta el mercadillo de Navidad, para ir a coger el metro. En un extremo de la plaza está la sinagoga, destruida y convertida en la iglesia de Nuestra Señora (vamos que el rey de turno en el siglo no se cuantos quiso hacer allí la iglesia para lo cual quemó la sinagoga con algunos judíos dentro, no fuera a ser que protestaran por quemarles el templo).
Y pienso que ojalá usáramos las cosas que nos diferencian para acercarnos a las personas: os aseguro que en ello estamos en esta enriquecedora experiencia hispano-alemana.

Hoy estoy muy contenta: he tirado la basura como las personas civilizadas, tras descubrir que son los miércoles el día de sacar los cubos.

Crónicas alemanas (3)

Supermercado
Los alemanes tienen una original forma de colocar las cosas en los supermercados.
El otro día casi me vuelvo loca en el Norma, al lado de casa. Buscaba productos de higiene femenina (léase salvaslips, tampax y compresas) y no los encontraba por ninguna parte.
Una posibilidad era que las alemanas no tuvieran la regla pero esta opción me parecía biológicamente bastante improbable. La otra, pensaréis, es que no vendan esas cosas en el supermercado, pero eso tampoco podía ser porque en ellos se puede encontrar de todo. Cuando digo de todo es de todo, por ejemplo, un bávaro que tenga un calentón cultural-folklórico puede comprarse unos pantalones de ante típicos en el super.
Pues allí estaba yo venga a recorrer los estantes de higiene: gel, jabón, champú, maquinillas de afeitar…hasta medias! Y nada, ni rastro de los tampax. Desesperada me alejé de la sección de higiene.
De camino hacia los quesos pasé casualmente al lado de las fregonas, y cuál fue mi sorpresa cuando vi que había cajas y cajas de compresas y tampones.
Lógico: ¿qué función tiene un tampax? Pongámoslo con los objetos y utensilios que sirven para lo mismo, o sea, absorber: entiéndase fregonas, bayetas y trapos. Y allí estaban: en su sitio absorbente.

Aquí todos van con unas bolsitas de papel en la cual llevan el bocadillo, que se lo van comiendo de a poco pero sin sacarlo, vamos, lo sacan lo justo para morderlo pero para que no lo veas, que igual tienen pudor de que sepas que el bocata de hoy es de salami o, más bien esto último, tienen miedo de que les pidas un trozo. Un alemán no te ofrece comida, es SU comida. Si quieres algo vas y te lo compras.
A darme cuenta de esto me ha ayudado mi compañero el turco (nacido en Alemania) que tiene una dicotomía cultural importante con ese tema, porque él como buen mediterráneo lo primero que hace para agasajar a alguien es inflarle a comer, y también con las puertas, porque es el único que te cede el paso en ellas. El pobre muchacho se coge disgustos con eso de la alimentación. A mí me hace gracia.
Hoy, para probar, a la hora del café me he sentado al lado de mi compañero Lars, que tenía ¡3 bolsitas de papel! (O sea, 3 bocadillos), y le he preguntado si alguna era para mí. Con cara de susto se las ha acercado para protegerlas de una española hambrienta y me ha explicado que no, que era SU comida.

Igual os habéis quedado preguntándoos por eso del calentón folklórico-cultural. No se si será igual en otras partes de Alemania, pero aquí en Baviera la gente se viste los domingos con el traje típico. Ellas con unos vestidos con camisas escotadas marcando pecho (vamos, que se les salen las tetas) y ellos unos pantalones como de ante a medio muslo, apretados, con unos bordados y con tirantes. Además lo acompañan de un sombrero de franela (la pluma es opcional) y unos calcetines de lana. La cuestión es que ese traje es multiestación, o sea, ayer que hacía más de 30 grados pues llevaban lo mismo, que digo yo que cómo les tiene que sudar la entrepierna con el pantaloncito de ante. Me pregunto si mis compañeros se vestirán así para las ocasiones, porque pagaría por verlos así, con sombrero incluido. Mañana me entero.
Estoy convencida de que el brebaje nacional llamado cerveza nació de la necesidad de reponer líquidos durante los ataques de fervor cultural bávaro que les dan durante el verano y que, ya de ahí, pues se quedó la costumbre. Lo mínimo aquí para reponerse hídricamente es medio litro de cerveza. Aquí bebe cerveza todo quisqui, tercera edad incluida: es de lo más normal encontrarte a abuelas tomándose sus jarras: hacen lo mismo que las nuestras cuando quedan a merendar café con leche y tostadas, pero en este caso a lo bávaro. Y si las amigas no pueden pues se van ellas solas y se pimplan su medio litro sentaditas en su biergarten.
La cerveza bávara tiene algo añadido que te da un estado de felicidad tontorrona y cuando vas acabando la primera jarra te pones a acompañar cantando a los de la orquesta, con sus petos y sombreros, que da igual la letra, que total nadie se entera lo que cantas porque está en el mismo estado que tú.
Prost!



Crónicas alemanas (2)

Vivir en otro país es algo así como una aventura y es que parece mentira que nos separen sólo 2 horas de avión y tantísimas otras cosas.

Una de las cosas que no dejan de sorprenderme son las costumbres gastronómicas (que del nombre tienen sólo de gastro). Antes de las 10 paramos todos los días para tomar café juntos en la sala de la 1ª planta. Para mí continúa siendo un misterio quién lo prepara, pero es cierto que a esa hora hay varias cafeteras y teteras esperándonos. Sobre la cuestión de la autoría de los brebajes he preguntado y nadie ha sabido darme respuesta. Para mí que es el señor de los enchufes que va con peto de pana por el departamento y tiene una ceja.
Y cuando digo a las 10 el café, es a las 10. Tengo cronometrado a Jörg, mi compañero de despacho sobre el que luego volveré, y todos los días a las 9:46 (ni un minuto más ni menos) le salta un resorte y me dice “Kaffe” con una sonrisa y sale disparado escaleras abajo. Como si se fueran a beber su taza.
Las 12 de la mañana es para ellos la hora de comer. Y esto es otro misterio para mí: porque todos comen solos. Tengo la teoría de que Triki, el monstruo de las galletas, es alguien delicado ingiriendo alimentos al lado de esta gente, lo cual les hace realizar el acto de alimentarse en la más absoluta intimidad para no asustar a los demás. O que comen alguna guarrería. Dónde lo hacen también es un misterio porque en Erlangen lo que abunda son los puestos de bocadillos, sándwiches y dulces.
¿Qué hago yo? Pues hago el alemán pero a medias, es decir, me voy por ahí a comprarme algo sin decir nada (aunque lo consumo como las personas educadas) pero a la hora española. Cuando hace buen tiempo me siento en un banco del Schlossgarten de al lado de la universidad y hago la fotosíntesis un rato. Lo que nunca hago, razones obvias por lo que os conté en el mail anterior, es arrimarme a un árbol, no vaya a estar marcado con urea germana.

Las relaciones personales son bastante curiosas: ya venía advertida de ello. Alguien puede enviarte un correo a las 9:55 contándote su vida y hasta chistes y no saludarte en la Raum del Kafee a las 10:01.

Lo de mi compañero el Jörg. Es alto alto, rubio y rosa. Este hombre es el ilustrador del departamento. Yo pensaba que el suyo era un trabajo muy cómodo, porque creía que poca tarea tendría, pero al pobre lo tienen mareado entre todos, que si píntame esto, que si píntame lo otro y uno de los más pesados es un profesor emérito que se llama Rohn (el del atlas de Yamakouchi) que tiene un montón de años y le llaman Nosferatus. Hoy me crucé con él por la escalera (Morgen dije yo, Morgen contestó Nosferatus) y llevaba una alfombra enrollada. Es tan siniestro que hasta pensé que se iba a ir volando montado en ella.
Y mi pobre compañero pinta que te pinta. Tiene la mesa ahora llena de retinas. Pero él es ilustrador, que quede claro eh? Hoy le pedí que si podía pintarnos la caja del experimento de negro por dentro y muy sorprendido me dijo que él no era pintor, que era ilustrador. Claro, los ilustradores ilustran, los pintores pintan. Pero he llegado con él a un acuerdo: me va a ilustrar con tinta negra el interior de la caja y a cambio le dejo que nos haga algún dibujo en la parte de fuera, para demostrarnos su creatividad.
Otro elemento curioso que merodea por aquí (y ya con esto lo dejo, no vaya a haceros un lío entre Järg, Nosferatus y este último) es un japonés que lleva aquí varios meses. Está integradísimo. No habla con nadie. No toma café. No come. Sólo está delante del ordenador.
Tengo por último otra cosa que confesaros: no sé dónde tirar la basura. En serio. La dueña de la casa me dejó un cubo y bolsas de basura, lo cual me demuestra que son conscientes de la gestión de los residuos. Yo había echado un ojo a un cubo verde de enfrente de mi portal que tenía todo el aspecto de ser el cubo de basura alemán. Pero esta mañana, bolsa en mano, me encuentro con que la tapa está cogida con unas cadenas, que digo yo, no habrá que tener llave para tirar la basura. Pensé, ya está, habrá otro cubo en el patio. Pues no. Y yo con la bolsa en la mano. Y nadie sin aparecer porque de últimas así medio por señas Wo …das? y algo hubiera entendido. Entonces he decidido salir, ya soñando con los cubos de la casa de enfrente (que también eran inexistentes) y luego pues avanzar hasta el bar de la esquina (cubos? Nein!). Algún guarro ha dejado tres bolsas en la calle (seguro que era otro español) y he dejado la mía al lado.

Pero ya he descubierto que al lado del ayuntamiento Alt Rathaus hay dos papeleras. Para la próxima.